Por: Darío Botero Pérez

Las detestables prácticas de los curas católicos y los crímenes de sus jerarcas no son nada nuevo.
Algunas dieron lugar a las protestas de Francisco de Asís, de Martín Lutero, y de otros seres dignos, como Calvino. Y han presentado casos históricos tan aberrantes como los incestos del papa Borgia y sus hijos, con su hija y hermana, Lucrecia. Desde luego, los asesinatos eran como juegos de niños para estos bandidos purpurados.
En materias de aberraciones sexuales, corrientes en el clero y perseguidas en los fieles crédulos, castos e ingenuos; el más honesto de sus acusadores, el más incisivo y claro, posiblemente fue Donaciano, el lúcido, valiente, generoso y cáustico Marqués de Sade.
Aprovechó la decadencia del poder teocrático, durante la Revolución Francesa, para denunciar las prácticas enfermizas de los clérigos abusadores de la ignorancia y el fanatismo de los creyentes: tan crédulos e ingenuos; tan dispuestos a la violencia contra quien dude de sus dogmas; tan sumamente intolerantes con quienes los contradicen y les recuerdan que la verdad nos hará libres, pero tan tolerantes y sumisos con quienes los engañan y explotan.
Actualmente, la Historia moribunda le da la razón le da la razón al Marqués; y –más de 200 años después- la humanidad decente le agradece y está dispuesta a recoger sus lecciones, tan crudas, ciertas y actuales.
Queda reivindicado después de soportar los anatemas de los “pastores” pecadores, señalados por Dios para engañar a su prójimo, según se esmeran en hacernos creer.
Sus doctrinas amañadas, tendenciosas y antihumanas, generalmente perversas pero disfrazadas de principios éticos y morales, los inclinan a predicar que son inmunes porque sus delitos estrían más allá del bien y del mal, de modo que les parece normal cometer sus consuetudinarios abusos sin ninguna sanción social, impunemente, pues sólo Dios podría castigarlos, dada su escatológica profesión.
Alabado sea Dios, si dejamos de creer que nombra intermediarios entre los mortales para que representen, suplanten, condenen o hasta perdonen los pecados de los demás mortales, generalmente a precios elevados.
Estos impostores intentan desconocer que los otros humanos también son hechos a imagen y semejanza de Dios, según sostienen algunas teorías, incluyendo las cristianas fundadas en las judías.
Para Jesús de Nazareth somos templos sagrados y auténticos, muy superiores a los de barro. En los templos vivos debe reinar la propia conciencia, a pesar de que los embusteros insistan en reemplazarla por la suya.
Semejantes farsantes son perversos hipócritas, auténticos “sepulcros blanqueados”, como nos enseñó el Maestro.
Según ellos, si quieres comprarte la salvación y vivir en paz, no puedes olvidar pagar tus diezmos para que los eclesiásticos tengan con qué seguir “cometiendo” su abusiva misión.
Dicen que es por tu bien, aunque es poco lo que se les cree cuando tu mente está sana.
Tu conciencia te guiará, si te atreves a usarla. Te mostrará lo bueno y lo malo. Entenderás que no podrás limpiarla con limosnas ni falsos arrepentimientos, si prefieres hacer lo malo. Aunque no faltarán los ministros que aprovechen tus angustias para esquilmarte.
O sea, para obrar correctamente, una conciencia sana no espera las instrucciones de su preceptor o consejero espiritual. Se guía por la regla de oro: “No hagas a otro lo que no quieres que te hagan a ti mismo”; también formulada en términos positivos como “trata al otro como quieres ser tratado”.
Esta fórmula magistral, fruto eximio del difícil arte de la simplicidad, es una regla práctica de convivencia para otras civilizaciones, además de la cristiana.
Pero, si la oyes, tu voz interior te indicará que puedes ganarte el perdón si optas por lo bueno; o sea, lo que ella te indica que es correcto, que no daña a otros ni a ti mismo. Lo que agrada a Dios porque les sirve a sus criaturas, aunque al “pastor” no le parezca porque le reduce sus ingresos y prosélitos.
El perdón es un gran consuelo y un inmenso bien, pues todos cometemos errores que estrujan nuestras nociones de decencia y honor.
Pero el perdón no se compra, como quieren hacerles creer a los creyentes los traficantes de la fe. Pretenden ser representantes e intermediarios de Dios, pero constituyen auténticos estorbos entre el Padre y sus hijos.
El perdón sólo se puede merecer mediante un arrepentimiento verdadero expresado en evidentes actos de bondad, basados en el amor en vez de en el cálculo burdo del que viven los clérigos de todas las religiones.


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